La leyenda de la semana cuenta la historia de Píramo y Tisbe, dos jóvenes que perdieron sus vidas por amor, pero que consiguieron que sus almas, por fin, pudieran reposar juntas.
«Píramo y Tisbe, él el más bello de los jóvenes, ella la más excelsa de las muchachas que en Oriente había, vivían en casas contiguas, allí donde dicen que Semíramis ciñó con murallas de ladrillo su ilustre ciudad. La vecindad hizo que se conocieran y que su amistad diera los primeros pasos, el tiempo hizo que creciera su amor. Y se habrían unido en legítimo matrimonio si sus padres no se lo hubiesen prohibido; pero no pudieron prohibir que ambos ardieran cautivados por la misma pasión. Nadie está al corriente de su amor, se comunican con gestos y señas, y el fuego, encubierto, más arde cuanto más se le cubre. En la pared que separaba las dos casas se abría una estrecha rendija que se había formado tiempo atrás, cuando el muro había sido construido. Durante largos siglos nadie había notado ese defecto: fuisteis vosotros, enamorados, los primeros en verla (qué se le escapa al amor?), y en hacer de ella un camino para vuestras voces; a través de ella solían viajar seguras, en murmullos casi inaudibles, las tiernas palabras que os decíais. Muchas veces, cuando se hallaban uno a cada lado, Tisbe aquí, Píramo allí, y ambos habían percibido la respiración de sus bocas, decían: "¿,Por qué te interpones en nuestro amor, pared cruel? ¡Qué bueno sería que nos permitieras unir por entero nuestros cuerpos o, si eso es pedir demasiado, que nos dejaras espacio para un beso! Pero no somos desagradecidos: sabemos que a ti te debemos que nuestras palabras puedan llegar a oídos amigos."
Tras decir inútilmente otras cosas como estas, al caer la noche se dijeron adiós y se besaron con besos que no habían de llegar al otro lado. Al día siguiente, cuando la aurora había apagado los fuegos de la noche y el sol había secado con sus rayos el rocío de la hierba, se volvieron a reunir en el lugar acostumbrado. Entonces, después de muchos lamentos, decidieron que en el silencio de la noche intentarían burlar a sus guardianes y huir por la puerta, y que una vez fuera de sus casas saldrían también de la ciudad; y para no tener que vagar en campo abierto, se encontrarían junto a la estatua de Nino, ocultos a la sombra de un árbol: había allí, en efecto, un árbol cargado de frutos blancos como la nieve, una alta morera que lindaba con una fuente de aguas muy frías. Acuerdan cumplir lo dicho; la luz del día, que parecía morir más lentamente, se hundió en las aguas, y de las mismas aguas surgió la noche.
Arropada por la oscuridad, Tisbe hizo girar cautelosamente la puerta sobre sus goznes, y salió burlando la vigilancia de los suyos; con el rostro cubierto por un velo llegó hasta el sepulcro y se sentó bajo el árbol. como habían establecido: el amor la hacía audaz. Cuando he aquí que llegó una leona que acababa de matar a unos bueyes: con la boca llena de espuma y el hocico manchado de sangre, venía a calmar su sed en las aguas de la fuente cercana; cuando Tisbe de Babilonia la vio desde lejos a la luz de la luna, corrió con paso trepidante a esconderse en una oscura caverna, y en la huida dejó tras de sí su velo, que había caído de sus hombros. La feroz leona, tras haber apagado su sed con abundante agua, estaba regresando hacia el bosque cuando topó por casualidad con el leve velo que ella había perdido y lo desgarró con sus fauces ensangrentadas. Píramo, que había salido más tarde, vio que sobre la espesa capa de polvo se veían claramente las huellas de una fiera, y su rostro palideció; y cuando además encontró la prenda teñida de sangre, dijo: "Una sola noche verá el fin de dos enamorados, de quienes ella era la más digna de haber tenido una larga vida; es mi alma la culpable. He sido yo, desdichada, quien te ha causado la muerte, puesto que te obligué a venir de noche a este lugar lleno de peligros, y ni siquiera llegué primero. ¡Despedazad mi cuerpo y devorad con feroces mordiscos mis criminales entrañas, oh leones que habitáis bajo estas rocas! Pero es de cobardes limitarse a desear la muerte." Y cogiendo el velo de Tisbe lo llevó consigo hasta el árbol que habían convenido, y mientras besaba la prenda que bien conocía y la bañaba con sus lágrimas, dijo: "¡Bebe ahora también mi sangre, y se clavó en el vientre el puñal del que iba armado. Después, agonizando, extrajo el arma de la herida palpitante y cayó al suelo boca arriba. La sangre brotó con un alto chorro, como cuando en un caño de plomo oxidado se abre una grieta y el agua sale silbando con fuerza por el pequeño agujero, y hiende el aire con violencia. Los frutos del árbol se vuelven negros salpicados por la sangre, y la raíz, empapada, tiñe de púrpura las moras que penden de las ramas.
Y he aquí que ella regresa, aunque aún asustada, pues no quiere defraudar a su amado, y le busca con los ojos y con el corazón, ansiosa por contarle de qué peligros ha escapado. Aunque reconoce el lugar y la forma del árbol, el color de los frutos la hace dudar: no está segura de que sea la misma planta. Mientras duda, ve un cuerpo tembloroso agitarse sobre el suelo cubierto de sangre: retrocede y, con el rostro más pálido que la madera de boj, se estremece como se estremece el agua del mar cuando una brisa leve roza su superficie. Pero cuando después de un momento reconoce a su amado, entonces se golpea con sonoras palmadas los brazos, que no merecen tales golpes, y arrancándose el cabello abraza el cuerpo de Píramo, colma de lágrimas sus heridas, mezclando la sangre y el llanto, y besando su rostro helado exclama: "Píramo, ¿qué desgracia es la que te arranca de mi lado? ¡Píramo, contesta! ¡Es tu amadísima Tisbe quien te llama! ¡Escúchame, levanta tu rostro inerte!" Al oír el nombre de Tisbe, Píramo levantó los ojos, sobre los que ya pesaba la muerte, y tras mirarla los volvió a cerrar. Cuando Tisbe reconoció su velo y vio que la espada no estaba en la vaina de marfil, exclamó: "¡Tu propia mano y tu amor han acabado contigo, infeliz! Pero también yo tengo una mano firme, por lo menos para esto, y tengo amor: él me dará fuerzas para herirme. Te seguiré en la muerte, y de mí, desdichada, dirán que fui causa y compañera de tu fin; y tú, que sólo habrías podido ser arrancado de mi lado con la muerte, tampoco en la muerte te separarás de mí. Pero quiero que vosotros, infelices padres míos y de él, escuchéis este ruego que ambos os hacemos: no neguéis a quienes estuvieron unidos en un amor verdadero y en los últimos instantes de la vida que reposen en el mismo sepulcro. i Y tú, árbol que ahora recubres el infortunado cuerpo de uno, y que pronto recubrirás los cuerpos de ambos, conserva un testimonio de nuestra desgracia y ten siempre frutos oscuros, del color del luto, en recuerdo de la sangre que vertimos los dos!" Así dijo, y colocando la espada bajo su pecho se dejó caer sobre el filo, que aún estaba caliente de sangre. Sus ruegos, sin embargo, conmovieron a los dioses y a sus padres: en efecto, el color de los frutos, cuando maduran, sigue siendo negro, y lo que quedó de la pira reposa en una sola urna.»
Ovidio, Las Metamorfosis IV
Finis!